Creo que todos recordaremos el Sant Jordi 2020 que vivimos la semana pasada, en esta «nueva normalidad» durante la cuarentena. Esta diada es, de lejos, mi favorita, y la considero el verdadero inicio de la primavera. Será porque se crea una atmósfera mágica en las calles de Barcelona, que huelen a rosas de todos los colores, que acompaña la puesta en escena de autores, best sellers y literatura en general. Libros que se venden en las paradas de la Rambla y de muchas otras calles emblemáticas de la ciudad.
El pasado 23 de de abril no pudimos salir a celebrar la “llegenda del drac” como nos habría gustado, pero las alternativas para intentar salvar la tradición no faltaron. Hicimos llegar rosas y libros de la única forma que nos era posible: virtualmente.
Yo recibí la consabida rosa de mi padre por whatsapp. El vive en un pequeño pueblo de la Costa Daurada y, a falta de floristerías y con la impunidad del jubilado, saltó el muro de su patio, allanó el jardín del vecino, y le robó tres rosas:
- Una para mi madre,
- Otra para mi hermana y
- Otra para mí. Básicamente, hizo que el cavaller Sant Jordi mordiera el polvo.
Me mandó la mía a través de una foto en la que sostenía satisfecho el cuerpo del delito con la mano. A decir verdad, sospecho que solo robó una, que se la regaló a mi madre, y que previamente la utilizó para hacer una foto y mandar la misma imagen a sus dos hijas.
Sea como fuera, me dió mucha ternura. Y es que no sé si os pasa lo mismo a vosotros, pero me produce una sensación a medio camino entre el cariño y la melancolía cuando veo a mis padres usando las nuevas tecnologías.
Por no hablar de cuando mi abuela, con sus 96 años a cuestas y el par de ovarios que le sirvieron para criar a cinco hijos en la España de la postguerra, me mandaba whatsapp llenos de emojis con besos y corazones.
Ella, que era un ejemplo de elegancia, sensatez y resiliencia, solía clasificar las tareas en dos categorías: fácil o entretenido. De esta manera, desterró de su vocabulario la palabra DIFÍCIL.
Me pregunto cómo vivió ella su primer Sant Jordi en la Barcelona de 1955 recién llegada de Cartagena. Puedo imaginar que le gustó el concepto, pues era una lectora voraz. Me pregunto si alguna vez su marido le regaló una rosa.
Pienso mucho en ella en estos días de confinamiento. Y es que hay algo que a día de hoy me sigue maravillando, vivía sola y pasó las últimas décadas de su vida en un semi-confinamiento, pero siempre estaba perfectamente peinada, vestida y maquillada para estar por casa. Wow, el aplauso de las ocho para mi abuela.
Intenté cazarla in fraganti apareciendo sin avisar a diferentes horas del día. Probé incluso a esperar que algún vecino saliera de la portería para colarme en el edificio y llamar a su puerta directamente.
Nada. Tacones, falda, los labios pintados de rojo y ese casco que se hacen las abuelas en el pelo. ¿Llegará el día en el que me levante por la mañana y sienta la urgencia de hacerme una nube redonda de pelo alrededor de la cabeza?
Intento tomar ejemplo de ella en estos días para no caer en el oscuro vórtice del pijama. Supongo que mi abuela catalogaría el confinamiento de “entretenido”, y al mal tiempo, buena cara.
Adiós Cuarentena…
Ahora que la cuarentena va tocando a su fin, o al menos podemos ver la luz al final del túnel, ese túnel que nos lleva a la “nueva normalidad” (lo que sea que eso significa), ahora, admitámoslo, tenemos miedo. Empezamos la cuarentena todo sonrisas y buenos propósitos, motivados nivel William Wallace lo dimos todo en los primeros días y claro, el globo se ha ido desinflando.
- Los primeros días tenían un punto de novedad, casi de aventura, pero después de dos meses, con la moral rota y seis kilos más, miramos hastiados hacia un futuro incierto que no augura nada bueno. Es normal. Nos preguntamos si el mundo como lo conocíamos volverá a ser el mismo. Seguramente no, todo cambia, nada permanece.
Otra de las enseñanzas que me dejó mi abuela una tarde de colacao y galletas María, cuando me desveló uno de sus aprendizajes de vida: “adaptarse a los cambios”, me dijo,
“La vida siempre cambia y hay que aprender a aceptarlo. Yo cuando veo a esas viejas que todavía se lamentan por sus maridos que murieron hace veinte años pienso que vaya manera de desperdiciar el tiempo que te queda, hija”.
Por eso, propongo que hagamos un esfuerzo por confiar, y no me refiero a confiar en las instituciones, no vengo a vender la moto de “everything is gonna be all right”. La cosa se puede poner fea, y por eso mismo es necesario que confiemos en nosotros mismos, en nuestra capacidad de adaptación y superación.
¿Cuales han sido los contra?
- Una de las consecuencias del confinamiento es la pérdida de poder individual, de autonomía. El encierro ha venido impuesto y sabe a vulnerabilidad. Hemos perdido libertad para decidir, incluso, cuándo y cómo salir a pasear y las nuevas fases de la desescalada llegan con un regusto amargo a impotencia, una posición peligrosa para una población muy desgastada mental y emocionalmente a estas alturas.
Un gota a gota que va minando la moral y nos hace sentir indefensos, como una cáscara de nuez flotando en el océano sin posibilidad de decidir su rumbo.
- A esto hay que sumar los augurios fatalistas de posibles escenarios futuros, de la crisis económica que se cierne sobre los ciudadanos como la espada de Damocles. Llegados a este punto, es importante echar el freno de mano y parar en seco.
- Rumiamos sobre los potenciales peligros que nos amenazan en una desesperada búsqueda de seguridad y control. Nos han quitado el control sobre una gran parte de nuestras vidas, y nuestra mente lucha por tratar de recuperar “algo”.
Pero lo cierto es que, objetivamente, hacer cábalas e intentar adelantar acontecimientos no aporta garantías reales, esencialmente no sirve para nada. Es lo que tiene la incertidumbre, que es incierta.
El pensamiento temeroso circular no nos protege, lo único que hace es empeorar una situación ya de por sí complicada sumando grandes cantidades de estrés, que resulta fatal para la salud y la toma de decisiones.
Aprender a navegar por la incertidumbre pasa por creer en nosotros mismos, en nuestras capacidades individuales para afrontar lo que sea que esté por venir. De saber que sí somos CAPACES. La misma confianza con la que Sant Jordi cogió su escudo una mañana y fue a matar al dragón. Si el hombre hubiera pensado en todas las cosas que podían salir mal, nunca habría pegado el braguetazo de su vida.
El ser humano es una especie que ha sobrevivido gracias a su resistencia y a su creatividad, somos una plaga que cuando no sabe, inventa. Solo hay que echar un vistazo a todas las nuevas formas de coexistir que hemos creado durante la cuarentena.
Y es que, qué queréis que os diga, yo veo al señor que fue multado por salir a pasear un perro de peluche, y me da esperanza. Es la prueba de que con más o con menos acierto, lo que es seguro es que crearemos nuevas formas de superar los obstáculos que nos vayamos encontrando. Y que a todas esas preguntas que nos hacemos hoy, ya le encontraremos respuesta cuando nos toque cruzar ese puente.
Aprovecho para poner el cierre a este artículo con una de esas “frases pintadas en muro” que me pasaron por whatsapp hace unos días, y que le viene al dedillo a este texto:
El futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer.
Apaga el ruido de la cabeza, respira, confía.
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